La música
Decía William Goldman, —el guionista de, entre otras maravillas, la princesa prometida—que las películas se sustentan en tres columnas, guión, dirección y actores. Últimamente me ha dado por reflexionar en si no habría una cuarta columna, una pata más de la mesa. Y esa reflexión devenía del visionado y posterior tertuliado, si esa palabra es posible, de la película del 31, Drácula, dirigida por Tod Browning y protagonizada, inolvidablemente, por Bela Lugosi, que sería por los siguientes treinta años, y quizá lo sea aún, Drácula el vampiro, sin más opciones, borrando así de un plumazo al otro, el Nosferatu de Murnau.
Bueno el caso es que esa película resultó uno de esos productos de un éxito tumultuoso a pesar de que tenía todo en contra. Una producción terrible, un director cabreado, problemas de presupuesto, poca confianza en el fantástico para atraer a la audiencia. Otras películas lo tienen todo a favor y fracasan. En eso el mundo es azaroso e impredecible, hacer los deberes, tener incluso talento y constancia, no garantiza el éxito en casi ninguna disciplina. Todo lo contrario de está película, que nació con muchos problemas y que fue un éxito cuyos ecos aún resuenan, tanto tiempo después.
El caso es que, entre sus muchos defectos, esa película no tiene banda sonora. Se acompaña la introducción con música de Tchaicovski, el segundo acto del lago de los cisnes, creo. Es una de esos factores que hubieran hundido cualquier otra cosa. Se nota su ausencia, mucho, es parte de lo extraño de la película. El otro aspecto de su extrañeza supongo que será la distancia desde la que viaja a mi televisión del siglo XXI. Según cuentan, el mudo nunca fue silencioso. Había música, había comentarios del público o de un narrador que aderezaba, ponía voces y cambiaba el tono y el sentido de la historia según le diese por ahí.
Ese cine no es nuestro cine, media un siglo de evolución técnica y artística, también social. Seguimos siendo los mismos homínidos que escuchaban cuentos al lado del fuego pero salvo el interés de escuchar la narración y la intriga que nos nueve a querer saber qué pasa luego, poco más hay en común entre épocas.
Y esa ha sido la gota que ha colmado un vaso que venía llenándose, en mi mente, desde hace tiempo. Gotas no, chorros de Zimmer en Dune, Shore en el Señor de los anillos y Vangelis en Blande Runner, por poner solo unos ejemplos. El caso de Dune, de todos modos, es paradigmático. Esa música construye ella sola media película. Y es música descriptiva, narrativa, no se dedica tan solo a señalar momentos, a dar sustos, como suele suceder a veces, o a meter unos violines cuando toca. El otro ejemplo que me es difícil calibrar, por lo cerca que lo tengo a la fibra del corazón, es Star Wars. Williams toma la narración de la película y la lleva en volandas.
Lógicamente la imagen, los actores y el guión tienen que acompañar, pero en algunas películas, la banda sonora ella solita te marca el tono emocional y te manipula a la audiencia en el sentido que se desee.
Asi pasa que muchas bandas sonoras no se pueden escuchar separadas de las películas. O, como en las bandas sonoras de Williams, que se puede adivinar la historia escuchando la música.
La música sugiere, a veces obliga, a dar el tono emocional a una obra. Si rema a favor del guión, la dirección y los actores, el efecto puede ser intenso. Y aún si algunas de las otras patas flojea, puede salvar escenas e incluso películas.
El drácula del 31 es austero y sencillo. No tiene banda sonora y a pesar de ello, contiene el gérmen de todo un género, el de terror audiovisual de masas. Hay miles de ejemplos de lo contrario.
Comentarios
Publicar un comentario